jueves, 26 de mayo de 2011

Crónica de un nacimiento


Parece que fue ayer cuando, invadida por los nervios y el miedo, desperté temprano, me metí a bañar, contuve las ganas de darle un trago a mi botella de agua, me cambié con la ropa más cómoda que encontré, me sequé el cabello, cerré mi maleta y me subí al coche.

Durante el trayecto, twitee un par de cosas, mientras mi marido intentó distraerme con sus típicas trivias musicales, pero mi mente estaba en otro lugar, intentando imaginar a la personita que conocería en un par de horas y bloqueando los nervios excesivos por la cesárea.

Llegamos al hospital, saludamos a mi papá, quien nos esperaba ansioso desde varios minutos antes, hicimos el ingreso y apareció mi mamá, mi tía, dos de mis hermanos y una prima. Me abrazaron, me desearon suerte y subí el elevador para dirigirme a la sala de enfermeras, donde me prepararían para la cirugía que estaba programada en 30 minutos.

Contesté dos o tres veces las mismas preguntas, a la enfermera, al anestesiologo y al ginecólogo de guardia. El tiempo pasaba más rápido que de costumbre, mi corazón palpitaba más fuerte y mi temperatura bajaba poco a poco.

Tras las últimas fotos del recuerdo con mi bebé dentro de mi vientre, el camillero anunció mi partida. Para ese momento, mis nervios estaban a tope. Todo me daba miedo, había escuchado tantas historias del “bloqueo” que estaba aterrorizada. “Doctor, ¿hay alguna anestesia intermedia entre la general y el bloqueo?,” pregunté antes de abandonar la habitación, pero mi pregunta sólo causó risas.

Ya en el quirófano, se escuchaba de fondo una pieza de música clásica, al tiempo que la voz de una doctora me decía: “tranquila, todo estará bien, no duele, vas a sentir, pero sin dolor”. Minutos después, el anestesiologo me indicó que me pusiera de lado para bloquearme. “Necesito que no te muevas, sube tus piernas lo más que puedas, pero que no te incomode, tu brazo en esta posición, no lo muevas para nada, vas a sentir un piquetito y posiblemente te ardan un poco las piernas, yo te aviso cuándo”. En esos momentos, trataba de recordar mis clases de yoga, “respira, reten cuatro tiempos, fuera el aire”.

Justo cuando iba a sentir el dichoso piquetito, mi ginecólogo se puso frente a mí, me acarició el brazo y me tranquilizó. Y sí, tenían razón, el piquetito dolió menos que el calambre que sentí dos veces en la cadera.

Escuchando las aventuras del anestesiologo en su reciente viaje a Londres, poco a poco fui perdiendo sensibilidad en las piernas hasta que, a lo lejos, percibí la voz de mi doctor, “ya vamos a comenzar”.

No sé cuánto tiempo pasó cuando de repente vi a mi esposo parado a mi lado pronunciando un “te amo” que escuché entre sueños. Por más que intentaba, no podía mantener los ojos abiertos, lo cual me preocupaba, pues quería ver a mi hijo en cuanto saliera de mi vientre. Decidí dejar de pelear con ellos, los cerré y centré mi atención en mis oídos, a través de ellos sabría cuando Rodrigo llegara a este mundo.

Escuché fragmentos de plática entre el pediatra y mi esposo, y cuando el doctor dijo “vente, ya casi sale”, nuevamente abrí los ojos y me mantuve alerta. “Ya se ve el cabello, viene muy grande, calculo 4 kilos…”, fueron las primeras expresiones con relación a mi hijo. Acto seguido, el anestesiologo preguntó “¿necesitan ayuda?”, sentí una gran presión sobre mi panza y, segundos después, escuché claramente el llanto de mi gordo.

Moría por verlo, luchaba por mantenerme despierta y volteaba a mi lado izquierdo esperando que de un momento a otro apareciera su imagen, y así fue, me lo mostraron un par de segundos y se lo llevaron. Minutos después, mientras mi bebé lloraba a todo pulmón, el pediatra lo acostó sobre mi pecho. Ese ha sido uno de los momentos más especiales de mi vida. En cuanto su cuerpo tocó mi piel, su llanto cesó y sus ojos buscaban los míos mientras escuchaba atento mis palabras.

Mientras eso ocurría, mi esposo no para de tomar fotos y video, y se preparaba para, cual paparazzi con dos cámaras en mano, seguir al nuevo integrante de la familia hasta el cunero, donde la báscula marcaría su primer peso: 3,890 kilogramos.

Ese día fue de emociones encontradas. Absoluta felicidad por su llegada, pero a la vez una inmensa tristeza por no tenerlo a mi lado, pues como al nacer tragó demasiado liquido, tuvieron que mantenerlo con oxígeno un par de horas para que éste se evaporara, lo que ocasionó que lo viera hasta el día siguiente a las 11 de la mañana.

Esa noche, una de las más largas de mi vida, me conformé con ver una y otra vez el video de su nacimiento, escuchar los elogios de los familiares y confiar en la palabra de los doctores, de mi madre y de mi esposo, quienes decían que él estaba muy bien.