jueves, 29 de diciembre de 2011

Bienvenida a la Ciudad de México


Como algunos ya lo saben, provengo del lugar más hermoso de la República: Culiacán, Sinaloa, pero desde hace más de una década radico en chilangolandia.

Parece que fue ayer cuando arribé de la ciudad de los Tomateros, traía unas mallas floreadas, shorts verde olivo que hacían juego con un saco del mismo color, unas botas altas por eso del frío de la ciudad y una bolsa negra llena de recuerdos, esperanza y emoción. ¡Vaya outfit!

Bajé del avión, observé todo a mi alrededor, me asombré al descubrir que en el D.F. no existían las estrellas y a cambio de eso tenían una serie de luces rojas por todos lados, me sorprendí cuando la aeromoza dijo que teníamos que subirnos a un camión para llegar a la terminal que nos correspondía, lloré cuando le sonreí a una niña como señal de amistad y como respuesta obtuve una mueca acartonada, me reí cuando escuché hablar a una pareja de defeños y me enojé cuando otros se burlaron de mi tono y forma de hablar.

Recogimos nuestras pertenencias, incluyendo un bull terrier american stanford, último regalo que recibí de mis primos y, a decir verdad, el cual conseguí mediante chantaje emocional.

Cuando por fin encontramos la sala de llegadas nacionales vi a mi papá a lo lejos, esperaba ansioso a su retoño y a la reina del norte que traería orden a su vida, osea, mi mamá.

Nos subimos a una camioneta RAM y partimos rumbo a Satélite para visitar a una tía y después dirigirnos al que sería mi nuevo hogar. No sé cuántas horas pasaron, las suficientes para que mi papá y yo nos pusiéramos al tanto de nuestras vidas después de casi 7 años sin vernos. Me dijo que todo estaría bien, que iría a una escuela donde tendría muchos amigos, que visitaría Culiacán periódicamente, que México me encantaría, que los chilangos no son tan malos como dicen por ahí, que en Japón ya existían los CD´s musicales (en México aún no) e incluso me dijo que me regalaría un mini CD que trajo de su viaje; me contó algunas de sus aventuras en aquella tierra súper lejana ante mis ojos y me emocioné tanto, que desde ese momento se convirtió en mi sueño conocer algún día Japón.

Pasaron dos horas, mi papá ya conocía mi color favorito, mis pasatiempos y el grado escolar al que debía inscribirme; yo escuché a qué se dedicaba y no dejé de sorprenderme al verlo por el retrovisor y comprobar nuestro enorme e indiscutible parecido.

Verdaderamente estaba asombrada, no podía creer que siguiéramos en el coche, por un momento sentí que había llegado al aeropuerto de un pueblo o una ciudad lejana al Distrito Federal, mi mente no podía procesar que en las calles existiera esa cantidad de coches ¡con razón me ardían los ojos! Suficiente humo salía de cada uno de ellos como para dejarme ciega.

Mi sorpresa fue aún mayor cuando cruzamos un arco que decía “Buen Viaje, vuelva pronto a la Ciudad de México” ¿pues a dónde me llevaban? ¿Acaso eso de la nueva vida en el D.F. fue sólo un engaño? O peor aún ¿mi papá se había arrepentido de traernos y nos iba a regresar, pero por carretera?

Señores vendiendo papas y frituras en medio de la calle, camiones verdes llamados microbuses, cuyos conductores se sentían los dueños de la ciudad; carros metiéndose a la fila… todo era nuevo para mí, pero sabía que eso era parte mi nueva vida en chilangolandia.

Después de tres horas de aventura, llegamos a casa de mi tía, quien me recibió con un “Princesaaaaa (una ”a” que cantó por aproximadamente 5 minutos), que grandeeeee (otros 5 minutos de vocal cantadita) estás”. La primera pregunta que pasó por mi cabeza fue ¿así tengo que hablar ahora? Y sí, así hablo actualmente, de mi lindo acento norteño no queda nada, y tarde, pero aprendí que ir del aeropuerto a Satélite no es viajar, que Periférico dista mucho de ser una carretera, que no debo sonreírle a desconocidos cuando voy por la calle, que aquí no puedo pedir en la panadería un "torcido", que debo decir "goma" en vez de "borrador", que en el supermercado no venden "goma" para el cabello, que el zacate aquí se llama pasto, que Culiacán sigue siendo el lugar más hermoso y que las norteñas somos bien aceptadas en estas tierras.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidad 2011


No recordaba cuándo había sido la última vez que la pasamos juntos. No tenía recuerdo alguno de aquella ocasión. No sé qué cenamos, qué nos regalamos ni qué platicamos; de hecho, no sé si platicamos o compartimos la cena en silencio, como en muchas ocasiones.

Sólo recuerdo que en 2007, decidí invitarlos a mi nueva casa. Pretendía que fuera una Navidad especial para ellos y para mí. Iniciaba una nueva etapa en mi vida y quería que la pasáramos juntos, pero esta vez en mi espacio.

Todos aceptaron la invitación, excepto él. Amenazó con anticipación que no iría, que no quería arruinarnos la cena. Prestamos poca atención, pues creímos que era una más de sus advertencias sin cumplir y que llegaría a tiempo para cenar y disfrutar de la noche.

Me esmeré en arreglar la casa, preparé algunas botanas y dejé todo listo. A los pocos minutos, llegaron mis invitados cargados de regalos y refractarios con comida. Al saludarlos, me di cuenta que faltaba un integrante de la familia. Sí, había cumplido su advertencia.

Esa fue la primera Navidad de cuatro que no pasó con nosotros. Sin embargo, este año fue diferente. No sé si el nacimiento de Rodrigo, Emma y Alan le hizo reflexionar, quizá el darse cuenta que la infancia de Naomi está volando o probablemente el no querer pasar una Navidad más solo, pero días antes del 24 dio a entender que sí la pasaría con nosotros, incluso, no se quejó al recibir la notificación de que estaba incluido en nuestro tradicional intercambio.

Tenía muchas expectativas de esta Navidad. Sería la primera con Rodrigo y mis sobrinos, la primera en la que nos reuniríamos tres familias diferentes, la mía, la de mi hermana y la de mi mamá. Había planeado tomar mil fotos, vestir guapos a los niños y hacerles una sesión fotográfica en la sala de la abuela, que,en estas fechas, parece la misma sala de la señora Claus por el colorido y variedad de adornos que coloca en cada rincón.

Nada de eso se cumplió. Mis sobrinos se enfermaron un día antes y tuvieron que estar encerrados con vaporizaciones y medicamento; Rodrigo, puntual como siempre, se durmió a las 8 de la noche; faltó un integrante de la nueva familia, no hubo fotos y fue la primera Navidad, en muchos años, que mi mamá no cocinó su delicioso y esperado menú navideño; sin embargo, fue mucho mejor de lo que esperaba.

Compartimos la cena entre risas, anécdotas y pláticas tontas. El vino hizo de las suyas y nos dio un buen rato de diversión. Hicimos el intercambio y al parecer, por primer año, todos quedamos conformes, o eso dejamos ver. Mi hermano, a su forma particular, pidió sus respectivos abrazos, y todos nos deseamos lo mejor.

Nos quedamos los que debíamos hacer labor de Santa. Acomodamos los regalos alrededor del árbol de Navidad y nos fuimos a acostar. Yo, con la misma emoción de siempre y con la ilusión de ver las caras de los niños al despertar. Compartimos cama los tres y pese a los pronósticos, dormimos perfecto.

En la mañana, el primero en despertar fue Rodrigo. Al ver que estábamos a su lado, pero con gran espacio entre cada uno, se limitó a sonreír y a platicar, hasta que despertó a Naomi, y ella, a su vez, a todos los demás.

Aún con caras de dormidos y con mucho sueño, bajamos al árbol, y la Navidad del 2011 terminó con la imagen más hermosa, los cuatro niños jugando con sus regalos de Santa, gritando y sonriendo.